Miguel Izquierdo Zarco
“A los amigos, justicia y gracia… a los enemigos, justicia a secas”
-Dicho popular-
Uno de los flagelos que con mayor fuerza azota a las sociedades latinoamericanas es la inefectividad de las leyes para hacer cumplir sus postulados, es decir, hacer valer el imperio de la ley y los preceptos ahí establecidos.
Los análisis más simplistas suelen arribar a la conclusión de decir que la causa de tal inefectividad es la falta de instituciones capaces de hacer valer el cuerpo normativo de los países de la región, lo que conlleva una inclinación de los habitantes hacia la desobediencia de las leyes. Sin embargo, como todas las cuestiones relativas a la organización y desarrollo de grupos humanos, las respuestas no pueden ser reducidas a simplismos o a lugares comunes; las causas de la violación cotidiana al orden legal deben ser buscadas con auxilio de diversas ciencias y en un contexto amplio.
Por ello, el autor Mauricio García Villegas establece una conjunción de análisis sociales apoyándose en Ciencia Política, Historia, Sociología y Derecho para intentar discernir sobre las causas y los efectos de la llamada “cultura de la ilegalidad” (Garcia, 2009, p15) en los países latinoamericanos.
Un análisis como el que se nos presenta sólo puede ser abordado estudiando todas sus aristas. Así, nos podemos percatar que la cultura de la ilegalidad que se mencionó previamente aparece siempre en Estados que presentan una debilidad institucional endémica, ya sea por la inestabilidad política o económica de su región. Por tanto, el fenómeno presente no se constriñe exclusivamente a Latinoamérica, sino que puede ser encontrado en cualquier continente y región. No obstante, por tener antecedentes comunes y una historia fuertemente vinculada, es más representativo analizar el caso de un gran cuerpo social como lo es la región latinoamericana.
Retomando el planteamiento anterior, el imperio de la ilegalidad aparece por la debilidad del Estado y sus instituciones al momento de la impartición de justicia, esto aunado a un adelgazamiento o incluso inexistencia de un Estado de Bienestar Social que permita la igualdad de oportunidades de manera efectiva.
Así, podemos señalar que la cultura de la ilegalidad se nutre de la incapacidad del Estado de imponer sanciones a quienes violenten las leyes, aunado a la falta de un verdadero sentido de unión de los habitantes de determinada área geográfica. Todo lo anterior da como resultado un pobre Estado donde la legalidad (aparente) y la ilegalidad (de facto) conviven en un mismo nivel discursivo y práctico.
Al existir una incapacidad manifiesta del Estado por hacer cumplir sus propias previsiones, los mismos integrantes del grupo social se encuentran inmersos en una situación peculiar donde, como señala Giorgio Agamben (2008, pp. 261-281), existe un Estado de Excepción donde las normas dejan de tener aplicación en la realidad, aunque necesariamente continúan estando vigentes y, como tal, generan una situación donde todo puede ser realizado, pero sin un marco estable de sanciones o permisos.
Y, si no existen mecanismos claros de ejecución de lo previsto por la norma, todas la cuestiones sociales se intentarán ejecutar en la ilegalidad, esto es, a través de vías no reguladas por el Estado como el soborno, el “compadrazgo” o la amenaza; ya que se estima –no sin cierta razón- que actuar por la vía de la ilegalidad será más sencillo, rápido y barato.
Sin embargo, la situación descrita, donde no existen parámetros legales confiables es sólo un efecto de un problema con raíces demasiado profundas como para ser desenterradas sin causar molestias a diversos sectores de la población. El verdadero problema radica en la concepción que tiene el ciudadano del Estado como un ente que, en lugar de velar por el bien común, sólo es una organización que agrupa a pequeños clanes familiares o económicos y que sólo procuran su bienestar propio. En la concepción que tiene el grueso de la población de los países de Latinoamérica, el Estado siempre tiene una segunda intención detrás de cualquier actividad de ordenamiento social y, por tanto, deben ser boicoteadas siempre que sea posible.
Por si fuera poco, en caso de incumplimiento de las normas, las sanciones rara vez se hacen presentes, ya sea porque el diseño de las instituciones les hace casi imposible atender a todas las demandas de acción estatal o bien porque se considera que el acto ilegal está justificado o no perturba el orden público lo suficiente como para requerir atención del Estado.
Además, los incentivos para incumplir la norma son mayores a la inminencia de la sanción por el incumplimiento, lo que significa que, en un análisis racional de la conveniencia de seguir o no la normativa estatal, el individuo tenderá a evadir su responsabilidad legal, ya que el riesgo de ser sancionado es mínimo y la oportunidad de obtener una ventaja es amplia.
Asimismo, con la noción de normas injustas y creadas para beneficio de unos cuantos, se conjunta la convicción de la razón que a cada persona le pertenece para romper las normas cuando la situación sea pertinente. Existe la idea de que “mi” caso lo vales, no los demás. Como ejemplo, podemos observar las leyes de tránsito de cualquier ciudad que establecen que los automovilistas deberán detenerse en cada cruce que tenga un semáforo con la luz roja encendida, sin embargo, cuando el individuo lo estima conveniente, se adjudica el derecho a romper tales prescripciones legales argumentando su preeminencia o la bastedad de su criterio.
En una concepción más bien influenciada por el pensamiento de Michel Foucault, se tiene a quienes rompen la ley como héroes que han logrado oponerse al gran diagrama del control estatal que, a través de las leyes, ejerce el mismo en contra de los individuos para reprimir sus acciones (Foucault, 2003). Siendo así que quienes violentan la normativa son tenidos por ídolos que con su ejemplo demuestran que la construcción disciplinaria del Estado no es invencible y que puede ser derrotada; usualmente no es necesaria ninguna justificación legal, sociológica o filosófica, el simple hecho de romper las reglas lo justifica.
De ésta forma, quienes rompen la ley y se oponen al Estado están en vías de convertirse en grandes figuras del imaginario popular que, como diría Walter Benjamin (1998, pp. 37-41), se convierten en el estandarte de los grupos que se consideran oprimidos y que se han visto desfavorecidos social o económicamente.
Lo más preocupante es observar como la sociedad aprende a vivir la cultura de la ilegalidad como algo normal, donde la violación de las normas es una situación corriente y que no impide el devenir social, simplemente lo modifica para que el segundo se adapte a la ilegalidad, asimilando sus circunstancias y formas.
Como ya se señaló, el principal problema de la cultura de la legalidad es que, internamente, el ciudadano está en contra de acatar la norma y busca, consciente o inconscientemente, cualquier medio para evadir su cumplimiento. Tal rechazo es generado por la idea de la norma como un instrumento más de encumbramiento de las élites que ostentan el poder y como una forma de limitar la libertad humana.
A ello contribuye en gran medida la sensación de que la justicia (o en términos más pragmáticos, la aplicación de sanciones) parece en muchos caso ser aleatoria, esto es, que sus sanciones no son aplicadas de manera general y contribuye en gran medida el azar de que se encuentre una autoridad presente en el momento de cometer el acto ilegal. Por tanto, este aparente azar de la aplicación de la ley siempre deja la sensación de ser insuficiente y parcial a favor de quienes tiene vínculos con los grupos de poder. En el caso de México, tenemos un ejemplo muy claro en la detención de ciertas figuras políticas importantes; a pesar de que podría ser una muestra fehaciente de la voluntad del Estado para hacer cumplir la norma, el ciudadano tiende a considerar inmediatamente que tal procesamiento es parte de una estrategia política que responde a intereses ocultos o a que la figura en cuestión ha perdido el poder que le resguardaba.
Como ya fue mencionado previamente, el ciudadano tiene amplios incentivos para dejar de cumplir con la ley al ver que las sanciones son raras y poco rigurosas en la mayoría de los casos. Además, juega un papel importante las motivaciones intrínsecas del individuo para evadir el cumplimiento de la norma, las cuales pueden ser de tipo: económicas, sociales y hasta psicológicas.
Aunado a la cuestión pragmática, la tradición Iberoamericana, históricamente ha mostrado una marcada reticencia a adoptar los mandatos de la autoridad, independientemente de si son emanados de un monarca o un gobernante democráticamente electo. Siempre ha estado imbuida en tal cultura la idea de que una razón superior, ya sea un dios, la justicia o cualquier otro razonamiento, da la justificación necesaria para desobedecer la ley.
Las motivaciones económicas están relacionadas con la inequitativa distribución de la riqueza y los medios de producción en una sociedad, motivo por el cual los individuos tenderán a buscar su beneficio personal para obtener una franja mayor de poder monetario. A su vez, las motivaciones sociales están directamente relacionadas con la percepción que se desea que el entorno social tenga de la persona o con las obligaciones que se tienen por pertenecer a cierto grupo (raza, género, estrato social, etc.). Por último, están las motivaciones psicológicas que están relacionadas con las sociales, pero en éste caso la motivación no proviene de las expectativas que el grupo social tiene del sujeto, sino las obligaciones que él mismo se adjudica por la autopercepción que tiene de sí o las aspiraciones impuestas.
Sin embargo, independientemente de las motivaciones que tenga el individuo para incumplir con la ley, siempre puede ser encuadrado en el arquetipo de la persona que, a sabiendas de lo que implica su acción y las consecuencias que le puede acarrear, decide evadir el cumplir la ley. Para tales sujetos, García Villegas ha establecido una clasificación que intenta abarcar todas las conductas de incumplimiento de la ley.
A éste respecto, se pueden discernir los siguientes tipos de incumplidores: el vivo, el rebelde, el arrogante, el taimado, el déspota y el restaurador (García, 2009, pp. 241-264). No obstante, y en contraposición con lo señalado por el autor, considero que no es relevante el hacer una caracterización de cada tipo de incumplidor, ya que cualquiera que sea la justificación o motivación que tiene la persona para incumplir con la ley, el hecho es que ha incumplido con ella y, en última instancia los discursos y justificaciones se confunden con suma facilidad, siendo casi imposible discernir entre una legítima oposición a un poder avasallador y simplemente buscar ventajas sobre el resto de la población.
De igual manera, el mismo autor reconoce que es imposible pensar en los individuos como un solo arquetipo de incumplidor, fácilmente distinguible de los otros. Por el contrario, las motivaciones y el discurso enarbolado por los incumplidores variará constantemente, dependiendo del contexto en que se encuentre, o sea, la presencia de autoridades, la posibilidad de ser sancionado o la opinión que pueda generar del resto del grupo social.
Pero ahí radica todo el fondo del asunto, el cumplimiento de la norma debe ser impuesto por un poder externo a la voluntad del individuo, no nace internamente como una cuestión moral o inherente a su cultura y cosmogonía. Y si a eso añadimos que incluso la autoridad tiene una mentalidad similar de dejar en segundo término la validez de la ley y su obligatoriedad, buscando jugar con su aplicación por una de dos razones. O bien considera que la ley es sólo una carga y una molestia al libre desarrollo del individuo y, por tanto, merece una sanción menos severa o incluso no vale el esfuerzo de intentar hacer cumplir la misma. O, en caso contrario, utiliza lo establecido por la ley para su propio beneficio, estableciendo una especie de extorsión al sujeto, en donde se busca una prebenda económica a cambio de no imponer la sanción señalada por la ley, independientemente de si se está de acuerdo con la norma o no.
La suma de la desobediencia inherente de la población con la indiferencia o incapacidad de la autoridad lleva a que el Estado, para fines prácticos, sea inexistente en múltiples áreas del territorio. Tal desaparición ha llevado a la compensación de espacios de poder con la aparición de los grupos de la sociedad civil organizada, mismos que son una muestra patente de la pérdida de eficacia del gobierno y sus instituciones, ya que deben ser dichas organizaciones las que tomen el lugar de éste último y no sólo sirvan como medio de exigencia y visibilidad de demandas sociales, sino que incluso deben llevar a cabo tales actos antes la incapacidad o la apatía del Estado para resolver las necesidades de la población (García, 2009, pp. 265-270).
CONCLUSIONES
Para subsanar una reticencia a incluirse en el esquema de regulación estatal que tiene raíces históricas y culturales tan profundas como el que nos ocupa, sólo queda un camino y es dotar a las autoridades y el marco normativo nacional de la legitimidad que hasta ahora ha adolecido. La meta debe ser generar un cambio de paradigma en que los actores estatales se muestren como parte de la población y pendientes de sus necesidades y su bienestar.
Es mi opinión que tal cambio de paradigma sólo puede ser conseguido a través de tres medios, ya sea un nuevo pacto social como lo es la creación de una nueva constitución que tome en consideración a todas las fuerzas existentes en una sociedad. Otro medio es un cambio paulatino hacia una verdadera igualdad de la población, tanto en el aspecto social como en el económico, que permita que todos los pobladores estén en igualdad de condiciones frente a la norma y, por ende, no exista justificación para el incumplimiento de la ley. Por último, el tercer camino para eliminar la cultura de la ilegalidad es un cambio total de legalidad, es decir, la aparición de una legalidad nueva, que rompa con las estructuras precedentes; sin embargo, tal cambio sólo puede ser logrado a través de movimientos armados que suelen generar mayores atropellos que los que estaban siendo combatidos.
El principal problema del incumplimiento de la ley es el doble nivel discursivo existente en nuestra sociedad donde, por un lado, la forma establece que se siga un modelo totalmente positivista, excluyendo cualquier otro medio de solución de conflictos que el establecido en la ley a través de una aplicación literal de la misma. No obstante, la realidad muestra una situación diametralmente opuesta, en la que la aplicación de la ley depende de acuerdos y la “justicia” resultante es una hecha “a la medida” de los actores involucrados.
Así, una de las consecuencias más nefastas es la pérdida de la noción de una debida oposición o resistencia a la mala ley, ya que al final de cuentas el dicho de “se acata, pero no se cumple” sigue tan vivo como siempre y poco importará el contenido o la intención final de la norma si, de cualquier forma, no será aplicada u observada todo el tiempo y en todo lugar y sus consecuencias legales serán directamente proporcionales a los acuerdos a los que se puedan llegar.
Y tal no hace más que convertir en una ficción a nuestra vida legal, puesto que, al exterior del sistema se proyecta la apariencia de trabajo, orden y cumplimiento, Pero al interior se podrá observar que sólo hay simulaciones y que lo que se presentan sólo son “muecas” que intentan imitar el trabajo ordenado, pero sin que la intención final sea abonar al progreso de la sociedad.
Referencias bibliográficas:
- García Villegas, Mauricio, Normas de papel, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 2009
- AGAMBEN, Giorgio, “El mesías y el soberano” en La potencia del pensamiento, Anagrama, Barcelona, 2008
- Foucault, Michel, Vigilar y Castigar, Fondo de Cultura Económica, México, 2003
- BENJAMIN, Walter, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Taurus, Madrid, 1998
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