Por: Aldo Vergara García
Con respecto a la pena
de muerte, uno de los factores, sino el más importante, ha sido la iglesia
judeo-cristiana, como institución rectora de nuestra vida en sociedad y nuestra
moral. Sin embargo ha manejado un doble discurso, aparentemente hasta el siglo
XXI, de apoyo a la pena de muerte.
La intervención de los
principios religiosos, al ya no presentarse la pena de muerte como un
sacrificio, dicha pena tenderá a ser abolida por no poder sustentarse en un
mundo secularizado, o transformada bajo el dogma del derecho a algún otro adjetivo.
Por tanto, al hablar de
pena de muerte el discurso será teológico-político, por ser “la pena de muerte
(…) el efecto de una alianza entre un mensaje religioso y la soberanía de un
Estado”[1], haciendo referencia a la
permanencia del biopoder.
Por consiguiente, ante
la constante secularización del Estado, la pena de muerte pertenece ya al
derecho penal, considerado como un castigo superior. La pena de muerte se
convierte en una herramienta, tan penal como política, para mermar la violencia
fundante que surgen de la inconformidad de las instituciones de gobierno y del
sistema político.
Por ello, se crean los
grandes criminales, los insurrectos, revolucionarios, los “narcos”, que a la
vez impugnan horror pero fascinación y que hacen pensar, a la sociedad, que el
camino de la monopolización de la violencia autorizada por el Estado es la
única y correcta para estar en paz.
Pero, por qué matar a
dichos delincuentes se vuelve un acto de justicia que se impregna de esa
violencia legítima ante los ojos de la sociedad que se vuelve a la vez un
sujeto pasivo del daño colateral.
Una respuesta podría
radicar en lo que consideramos como ajeno y propio, lo familiar y lo desconocido,
así como aquellas personas que consideramos parte esencial de nuestra vida y
del mundo, aunque sea solo desde una perspectiva mediática; por ello, podemos
indicar que “la vida se cuida y se mantiene diferencialmente, y existen formas
radicalmente diferentes de distribución de la vulnerabilidad física del hombre
a lo largo del planeta. Ciertas vidas están altamente protegidas, y el atentado
contra su santidad basta para movilizar las fuerzas de la guerra. Otras vidas
no gozan de un apoyo tan inmediato y furioso, y no se calificaran incluso como
vidas que valgan la pena”[2].
Por tanto ¿Qué vidas son
verdaderas?, la respuesta está en el discurso que crea lo diferente. Nosotros somos
los buenos, por lo tanto lo diferente es lo malo y debe desaparecer y por ser
malo-diferente, realmente no ha existido, por ello no implica mayor impacto su
muerte, al igual que su omisión, que da un acceso nulo a derechos ante un mundo
en que los derechos son la moneda de cambio. Legitimándose por ende la deshumanización,
al surgir ante aquello a lo que nos es desconocido, lo no familiar, por medio
de las prohibiciones y restricciones.
Retomando a Beccaria como
abolicionista de la pena de muerte, indica tres razones, perfectibles para
nuestro tiempo:
- “La abolición será condicionada (…) por un buen funcionamiento del mercado liberal”[3], con base al castigo para disuadir, la pena de muerte es “menos necesaria, más inútil que injusta, y no lo suficientemente cruel para disuadir”[4], ya que los trabajos forzados a perpetuidad puede ser un factor que corrompa más el espíritu delictivo o revolucionario.
- “Limita el respeto por la vida, o la prohibición de matar, al derecho nacional y al territorio nacional en tiempo de paz”[5]. La pena de muerte no es una simple cuestión de vida o muerte, sino una base de establecer las vidas que valen y las que no, el biopoder en su máxima expresión. La legítima defensa monopolizada por el estado, fuera de allí la misma acción es contravenir a la paz social y al bienestar general.
- Los derechos humanos, como herramienta para evitar crueldades anti-civilizatorias en un mundo civilizado practicante de las mismas herramientas hegemónicas, y unilaterales tanto en su elaboración como en su aplicación. Norte global como patriarca de la vida. El estado mismo busca que vivan solo aquellos que encuadran en su estándar de ciudadano legal.
Se busca una humanización de la
pena de muerte, un perfil legitimante de la ciudad-estado civilizada, una forma
de erradicar de la pena de muerte es la tortura, lo desagradable, en si “se
tiene vergüenza de la violencia de la ejecución”[6], pero no del acto mismo.
Ejemplo de ello, en los Estados Unidos de América “luego de 1977, algunos
Estados consideraron que la muerte administrada por la inyección letal no era
ni cruel ni inhabitual, por oposición a la silla eléctrica, la horca o la
cámara de gas”[7].
Haciendo un paréntesis, debemos
preguntarnos si existe un duelo de los sujetos condenados a muerte, de sujetos
ajenos a nosotros; individuos que se conforman de espectros y fantasmas que pasan
en todos lados menos en nuestro hogar. La respuesta está implícita en la
imparcialidad que alimenta el imperialismo cultural “al permitir que la
experiencia y la perspectiva particular de grupos privilegiados se presente
como universal”[8].
Todo lo demás no es válido para el acto del duelo.
La abolición de la pena de
muerte positivista, implantada en nuestra constitución, no explica los miles de
muertos existentes en nuestro país, muertes hechas por el mismo gobierno en su
carácter supra-legal. El lado paraestatal es el encargado de la violencia
conservadora del régimen democrático y su institucionalización del
autoritarismo de la monarquía sin corona de nuestro México.
Por ello y a pesar que la
muerte es una característica de todo ente viviente, el castigo para hacer
morir, dentro o fuera de la norma, es un derecho artificial que los gobernantes
han legitimado como racional y preponderantemente humano. Ratificando una vez
más que los derechos nos codifican.
[1]
Derrida, J. y Roudinesco, E., Pena de muerte,
en Y mañana que…, México, Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 157
[2]
Butler, Judith, Vida precaria: El poder
del duelo y la violencia, Argentina, Paidós, 2006, p. 58
[3]
Óp. cit., nota 1, p. 163
[4]
Ídem.
[5]
Ibídem, p. 167
[6]
Ibídem, p. 168
[7] Ibídem, p. 171
[8]
Mario Young, Iris, La justicia y la
política de la diferencia, Madrid, Universidad de Valencia, 2000, p. 24
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